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Cuando la década de 1960 inicia su curso, el cine asiste a un sorprendente cruce de caminos en el que se encuentran y dialogan, no sin tensiones y malentendidos, búsquedas de naturaleza muy diferente que auguran una nueva era de ruptura con las tradiciones fílmicas anteriores. Ese cruce se hizo visible, como en las redes viarias, por una suerte de señales indicativas que marcaban derroteros diversos pero encontraban un lugar de confluencia. En esa encrucijada, un conjunto discreto de películas que procedían de la experimentación en el seno de prácticas documentales estaban ejercitando en sus tanteos con lo real una libertad con la que otros muchos cineastas soñaban. Las cámaras se liberaban de los trípodes, se situaban a la altura del hombre, se movían como aquel y como él parecían responder al azar y lo imprevisto, al movimiento y las acciones de los cuerpos de los otros a los que el cineasta intentaba acoplarse; y también escuchaban, registraban los sonidos rugosos y texturados del mundo y las voces, la palabra espontánea o provocada, de una manera nunca antes practicada, ni en el cine industrial ni en anteriores corrientes de ruptura ni en el documental clásico. En aquel cruce de caminos, tres países parecían señalar el eje de confluencia y también las bifurcaciones: Estados Unidos, Francia y Canadá.